Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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profundas.
El rey, al entrar en aquella suntuosa estancia, sintió como una sacudida eléctrica; y al preguntarle Fou-
quet la causa de ella, con la palidez en el rostro contestó que era el sueño.
--¿Quiere Vuestra Majestad que entre inmediatamente su servidumbre?
--No --respondió Luis XIV; --tengo que hablar con algunas personas. Que avisen al señor Colbert.
Fouquet hizo una reverencia y salió.

LA HABITACIÓN DE MORFEO

Después de la cena, D'Artagnan fue a visitar a Aramis, con el fin de saber lo que sospechaba; pero en va-
no. Fue franco: pero Aramis, a pesar de los terribles cargos que le suponía, amistosamente, siempre, el
mosquetero no cedió un ápice y hasta llegó a decir:
--¡Si yo tengo la idea de tocar para nada al hijo de Ana de Austria, al verdadero rey de Francia: si no es-
toy pronto a besar sus pies; si mañana no es el día más glorioso de mi rey ¡que me parta un rayo!
D'Artagnan, tranquilo y satisfecho, dejó a Aramis, el cual cerró la puerta de su habitación echó los cerro-
jos cerró herméticamente las ventanas y llamó:
--¡Monseñor! ¡monseñor!
Felipe abrió una puerta corredera, situada detrás de la cama, y apareció diciendo:
--Por lo que se ve, el señor de D'Artagnan es un costal de sospechas.
--¡Ah! ¿lo habéis conocido?
--Antes que lo hubieseis nombrado.
--Es vuestro capitán de mosqueteros.
--Me es muy devoto --replicó Felipe dando mayor fuerza al pronombre personal.
--Es fiel como un perro, y algunas veces muerde. Si D'Artagnan no os conoce antes que “el otro” haya
desaparecido, contad con él para siempre, porque será señal de que nada habrá visto; y si ve demasiado
tarde, como el gascón, nunca en su vida confesará que se haya engañado.
--Tal supuse. Y ahora ¿qué hacemos?
--Vais a atisbar desde el observatorio cómo se acuesta el rey, digo como os acostáis vos con el ceremo-
nial ordinario.
--Muy bien. ¿dónde me pongo?
--Sentaos en esa silla de tijera. Voy a hacer correr el suelo para que podáis mirar al través de la abertura,
que corresponde a las ventanas falsas abiertas en la cúpula del dormitorio del rey. ¿Qué veis?
--Veo al rey --contestó Felipe estremeciéndose como al aspecto de un enemigo.
--¿Qué hace?
--Invita a un hombre a que se siente junto a él.
--Ya, el señor Fouquet.
--No; aguardad...
--Recurrid a las notas y a los retratos, monseñor.
--El hombre a quien el rey invita a sentarse, es Colbert.
--¿Colbert sentarse delante del rey? --exclamó Aramis.
--No puede ser.
--Mirad.
--Es cierto --repuso Herblay mirando al través de la abertura del suelo. --¿Qué vamos a oír y qué va a
resultar de esa intimidad?
--Indudablemente nada bueno para el señor Fouquet.
El príncipe no se engañó. Dijimos que Luis XIV mandó llamar a Colbert; éste se presentó entablando
conversación íntima con Su Majestad por uno de los más insignes favores que aquél concedía. Verdad es
que el rey estaba a solas con su vasallo.
--Sentaos --dijo a Colbert el monarca.
El intendente, henchido de gozo, tanto más cuanto temía verse despedido, rehusó aquella honra insigne.
--¿Acepta? --preguntó Aramis.
--No, se queda en pie.
--Escuchemos. El futuro rey y el futuro papa escucharon con avidez a aquellos simples mortales a quienes tenían bajo
sus plantas y a los cuales pudieran haber reducido a polvo con sólo quererlo.
--Hoy me habéis contrariado grandemente, Colbert --dijo Luis XIV.
--Ya lo sabía, Sire --contestó el intendente.
--Me gusta la respuesta. ¿Lo sabíais y lo habéis hecho? Eso prueba un ánimo especial.
--Si corría el riesgo de contrariar a Vuestras Majestad, también lo corría de ocultarle su verdadero inte-
rés.
--¿Por ventura temíais algo contra mí?
--Aunque no fuese sino para una indigestión, Sire --dijo Colbert; --porque no da un súbdito festines ta-
les a su rey más que para sofocarlo bajo el peso de los manjares suculentos.
Lanzado que hubo su vulgarísima chanza, el intendente aguardó con faz risueña el efecto de ella.
Luis XIV, el hombre más vano y delicado de su reino, perdonó aquella nueva tontada a Colbert.
--La verdad es --repuso el monarca, --que el señor Fouquet me ha dado una cena más que buena. Pero
¿de dónde sacará ese hombre el dinero necesario para subvenir a tan enormes gastos? ¿Lo sabéis vos, Col-
bert?


 

 
 

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